Leonor García

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La autora de Éramos Monstruos nos acompaña en los talleres de “Entre Letras” y “Escrito en la nube”

Hay autores que habitan la literatura como quien vive en una casa con muchos cuartos. Leonor García (Montevideo, Uruguay, 1978) es, sin embargo, la arquitecta que construye los puentes entre ellos. Su vida es un viaje de la imagen a la palabra, un trayecto donde las luces y sombras de la Fotografía y el Cine se encuentran con la precisión conceptual de la Lengua y la Literatura.

Actualmente afincada en Santa Fe, Argentina, García es la prueba viva de que la docencia es el pilar para la creación. Su experiencia como profesora nutre su escritura con la sabiduría de quien ha desmontado el lenguaje para entender su más íntimo mecanismo.

El Linaje de los Monstruos y la Vocación de la Sombra

Su irrupción en la narrativa con la novela Éramos monstruos (Gata Flora Editorial) no fue un simple debut, sino un portazo lírico que reveló una nueva geografía literaria.

La obra es un eco oscuro y fascinante, un homenaje involuntario a ese linaje rioplatense de lo extraño y lo perturbador, que tiene sus raíces en la atmósfera onírica de Silvina Ocampo y la metafísica cotidiana de Felisberto Hernández. Como bien lo señaló la escritora Selva Almada —quien fue una de sus maestras de taller, junto a Alejandra Zina y Mariano Pereyra Esteban—, García ha creado un “universo alucinado” que, sin embargo, es enteramente novedoso.

Éramos monstruos es la bitácora de una protagonista, Alba, que desentierra las verdades incómodas de un pasado familiar que se niega a permanecer en la sombra. Es una meditación sobre la culpa, el desamparo y la extraña lucidez de quienes viven “fuera de los límites de la cordura”. En sus páginas, la autora nos obliga a enfrentar una certeza tan incómoda como magnética: la duda sobre quién está vivo y quién no es menos importante que la verdad de que, al liberar al linaje, “todos somos monstruos”.

Hay quienes escriben para ordenar el mundo; Leonor García escribe para aceptar su irremediable caos.

La palabra, en sus manos, no es una herramienta de registro, sino un dispositivo de exploración para navegar las zonas de penumbra donde el lenguaje común se rinde. Su poética se cimienta en una profunda convicción: la verdad de una historia rara vez reside en lo que se dice, sino en la fuerza de lo que se calla.

El Lector como Cómplice

El recorrido de Leonor García por los talleres literarios, y su previa formación en las artes visuales, le confieren una mirada aguda que va más allá de la anécdota. Sus cuentos, publicados en medios como el diario El Litoral, ya mostraban esta vocación por lo que late bajo la superficie.

La escritura de García no busca la complacencia, sino la complicidad. Invita al lector a adentrarse en ese espacio donde la realidad se pliega, y donde la belleza reside a menudo en lo visceral y desobediente. Es una escritora que nos recuerda que la mejor literatura es aquella que, como un espejo deformante y honesto, tiene el coraje de mostrar la monstruosidad fundacional que habita en todas las historias.

El Compromiso con el Territorio Oscuro

Para García, el proceso de la escritura es similar a la de un arqueólogo que desentierra reliquias rotas. Se trata de cavar en el territitorio oscuro de la memoria y la familia, allí donde la normalidad es la máscara más pesada.

Sus textos se construyen desde el fragmento, la imagen rota, el recuerdo incompleto. Comprende que la vida no se experimenta como una narración lineal, sino como una galería de flashes incómodos y luminosos que el autor debe suturar con el hilo invisible de la intuición.

Por otro lado, rechaza la estabilidad moral. El personaje que la atrae no es el héroe o el villano, sino la figura inestable, el ser que ha sido forjado por una tensión irresoluble. La belleza, en su universo, emerge de la grieta, de la imperfección humana que nos hace, paradójicamente, más auténticos.

Escribir es un Acto de Fe Ciega

En su pluma, escribir es un acto de fe ciega. Es lanzarse al vacío de la página sin tener la certeza del aterrizaje. Heredera de la tradición que desconfía del realismo chato, Leonor García nos recuerda que la ficción no es un espejo fiel, sino un espejo deformante que tiene la virtud de revelar las verdaderas proporciones de nuestros miedos y nuestros anhelos.

Ella nos enseña que el narrador debe ser, ante todo, un espíritu desobediente, un explorador de los límites que se atreve a nombrar el monstruo interior, sabiendo que al hacerlo, también nos nombra a nosotros.

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